viernes, 28 de marzo de 2014

Pienso en Hegel y veo la curva del Campo das Hortas.
Tengo que volver allí
llorarte y enterrarte como a un muerto.
Te destrozaría la cara a besos
Te robaría tu brillantez
y te regalaría un corazón.

sábado, 15 de marzo de 2014

VI

Llegó el momento en que por fin Ciara vendría a Galea. Ya tenía pensado las librerías de segunda mano a las que la iba a llevar, el recorrido por el que le enseñaría la ciudad, la gente que le iba a presentar y los bares en los que probaríamos todos los tipos de alcohol que pudiéramos soportar. Llegó en tren, así se lo pedí aunque resultara algo caprichoso por mi parte siendo 11 horas de viaje, pero así dejaría la cena preparada en la buhardilla, la recogería en el andén, e iríamos caminando tomando el camino de la catedral, que cogeríamos justo con el color de la puesta de sol. Ya que Ciara amaba tanto el aire británico, aquello le parecería Canterbury con un punto tenebrista de Harry Potter. Y al ver aquello fue, como ella dijo, una patata feliz.
Estaba tan a gusto con ella que reconozco que perdí la noción de la realidad. Ambos la perdimos. Nos metimos en una espiral de pasear, ver películas y hacer el amor; que nos pareció el mejor mundo posible, obviando el hecho de que iba a acabarse en unos días; obviando la certeza de que cuando volviéramos a Floria nada sería igual, ni nosotros mismos. Pero nada malo existía mientras estábamos juntos, así que nos dio igual cualquier tipo de consecuencia, de esa que sólo existen en el mundo de los adultos. La cuarta noche que el lambrusco nos subió la libido, le dije:
- Tenía que ponerme las gafas para verte, Ciara. Es decir, las gafas de verlo todo desde fuera, de estar enfocado. Me acordaba de ti, con tu Les Paul colgaba, y con los ojos cerrados mientras tocas...
- ¿Yo cierro los ojos mientras toco? ¿En serio?
- Sí, ¿no te has dado cuenta? Bueno, y entonces, al acordarme de eso pensé: ahí mismo, en el escenario, le levantaría la camiseta poco a poco, le daría un beso en el cuello y.... tendríamos que irnos de allí inmediatamente.
Ciara se rió soltando primero una especie de pedorreta, era su estilo .
- Pero esta vez quiero quitártela, no para omitir mis miedos, sino para tirarme en picado sobre tu escote, y acomodarme allí durante un tiempo indefinido. Prefiero tu olor a sándalo al de la ginebra y el tabaco.
Me asustas, de la misma forma que asustan las montañas rusas: me meteré a propósito en el pánico, te pediré que te quedes en Galea, y que nunca vayamos a Inglaterra. Que llenemos el coche de discos de Sinatra que no pondremos.
Te pediré que me derrames cerveza por el edredón, que cenemos helado y lambrusco, que rodemos un cortometraje emulando a Meg y Jack White, yo aporreando la batería, tú cantando, un mono mecánico tocando los platillos en el suelo.
Y tú, pídeme que no piense en exceso y por defecto, pídeme que te rompa las cremalleras y los ojales, que te agarre a traición por la calle.
Me vibra la música en los oídos y en las vértebras, me invade la distorsión de tu Gibson y, por fin, siento una inmensa paz.

Sí, el alcohol me hace hablar con más coherencia de la que tengo habitualmente. Coherencia gramatical, porque lo que estaba diciendo era una completa locura.
Ciara no me dijo nada. Sólo me miró y empezó a acariciarme el pelo hasta que me quedé dormido. Me conocía demasiado como para creerme. Y no volvimos a hablar sobre eso. Porque eran sueños, sólo eso.


martes, 11 de marzo de 2014

Sentido tragicómico de la idiotez V

Me siento atraído irremisiblemente hacia tus señas. No sé si debe a nuestra fatal similitud, o es fruto de que la falta de respuestas que tengo sobre mis propias teorías las veo
 reflejadas en ti. 
Porque contigo me entiendo perfectamente, pero con ella no soy más un polo magnético 
que la arrastra hacia mi sin ni siquiera moverme, y eso me sobrecoge, es un poder que no 
he ejercido sobre nadie, y que no reclamo.
 Ella viene porque quiere, sin que se lo pida ni la busque.  El epicentro de su deseo de estar 
cerca de mi, lo desconozco y me fascina, como un paisaje inverosímil y extrañamente 
hermoso. La soledad me ha llevado a ti otras veces. 
No quisiera reengancharme a ti por mi absurdo miedo. Reconozco su absurdidad, y sin 
embargo no sé echarlo. No sé por qué (o quién) sustituirlo. Tenemos ya una relación 
oxidada, el miedo y yo. Digamos que ha llegado mi momento de emanciparme de mi fobia, y puede que tenga la señal delante: ella atravesando la habitación para sentarse a mi lado, y regalarme su olor y su sonrisa; ella en ese momento antes de la despedida, cuando nunca sé a dónde irán a parar sus labios. Ella mirándome y fundiendo el hielo, y dentro del hielo, un pez ya había olvidado nadar, pero instintivamente nada, aunque no entienda lo que 
está pasando, ni cómo ni por qué, pero nada: respira y besa el agua, y se aclara la vista 
entre las motas de polvo.
Tú eres la guardiana de mis tinieblas y mis luces, el limpiacristales de mi vista y mi piel. 
Pero ya sabes, algo sencillo y hermoso se lanza a mayor velocidad hacia las entrañas que 
cualquier otra medicina para el alma y los sentidos. Pero, no confíes en mi punto de vista, 
perteneces a mi otra vida, y si te veo en ésta (entre mis paredes, entre la lluvia), me 
reengancharé. Se trata de probar todas las combinaciones posibles espacio-tiempo-persona, hasta encontrar la que sea más nítida, o encontrar la cruda belleza en cada una de ellas, y no renunciar a ninguna. Y guardar dentro de mi todas esas versiones de mí mismo que me 
recordarán que he vivido infinitas veces, y crear una inmortalidad del presente, hasta que 
la memoria resista.
Yo, quien vino para buscarse, me he encontrado en un orgasmo ajeno, en una sonrisa y un aliento, con un significado íntimo, muy distante del supuesto para el momento, el lugar, y la compañía. Como un deshielo. Y parece que Aurora está flambeando mi témpano desde fuera, y yo intento gesticular para al menos darle las gracias.