El objetivo implícito era reunirse una vez a la semana en el sótano de un café con olor a humedad, entorno a una larga mesa rodeada de sillas, y éstas a su vez rodeadas de cajas de cerveza; para plantear una cuestión acordada de antemano, y sobre la que se discutía, algunos dando grandes discursos, otros dando algunos más vagos que eran rápidamente vapuleados por los demás.
Yo intervenía cuando pensaba que mi opinión era lo bastante importante para el curso del debate, entonces mientras los demás se exaltaban u observaban absortos al orador de turno, yo iba agarrando ideas y soltándolas según el ritmo argumental del instante. Lo magnífico de este grupo era el sentimiento de comunión instantánea que se daba, independientemente de que los miembros fuesen amigos o recién llegados. Personalmente, me lo tomaba como un juego muy serio; tal y como se tomaría un jugador de tenis aficionado una partida contra un profesional: aquello me activaba la mente, me la despejaba, me la cansaba de una manera reconfortante, como podía comprobar cada vez que salíamos del café al frío de la calle, y se me helaba la nariz. Entonces podía sentir el cerebro casi en llamas, palpitando y eufórico.
Pensar en solitario, como hago aquí, es otra historia. Lo malo es que no puedan darse los hechos aislados, es decir, que no pueda coger las noches de La caverna y llevármelas aquí, a mi paraíso. Me las traería limpias y enfocadas, sin todas las pavesas que aún estaban suspendidas en aire de cualquier recuerdo reciente que me situara en Florencia.