Las telarañas en las palabras se fueron creando como por descuido y pasmo: al aparecer los primeros hilos formando microscópicas figuras pentagonales, me fascinó y horrorizó al mismo tiempo. Mientras planeaba por donde empezar a cortar ese construcción endeble y pegajosa, cada vez iba haciendo su hilado más fino, complejo y laberíntico.
Era realmente imposible encontrar el punto exacto por el que desmoronar la estructura, y poder despegar los labios, y aprender a hablar de nuevo. Pero esa imagen ante el espejo, esa marca blanquecina que se mostraba como señal, como advertencia de un error desubicado, como una prohibición de un nuevo intento, apuntalando el medio por el que perderle el respeto... era una venda para la voz, que caería cuando la pillara desprevenida, con fuerzas renovadas y en una revelación instantánea, en el escubrimiento de aque la solución era la más sencilla posible: gritar, sin articular una palabra coherente, pero gritar hasta rasgar y despegar la telaraña, y reaprender a usar las palabras, y medir sus significados; darles un valor supremo por haber estado ausentes tanto tiempo.