domingo, 10 de febrero de 2013

El paradigma de las miradas

Sostengo la infundada idea de que se puede saber si confiar en una persona por la forma en que te mira. Especialmente se percibe cuando conoces bien una mirada, y de un momento a otro cambia. El resultado de un proceso inconsciente o racional que hace que chispeen las neuronas suficientes como para que la mirada cambie, la actitud y el resto de elementos no verbales. Sé que los polígrafos sólo sirven porque la gente no cree en la interpretación de las miradas. Me di cuenta de que Alejandra se iba a ir en cuanto levantó la cabeza, dejó las cartas en la mesa, me miró, y volvió a acurrucarse en el sofá. Y luego esa conversación bajo la farola “cómo puedes ser alegre con todo lo que has pasado”, me miró como buscando algo dentro de mi que no encontró, y se largó. No hizo falta más.
Cuando Aurora me mira girando un poco la cabeza y sonriendo con los ojos, sé que ya no tenemos nada más que decirnos, y me va a besar.
Lila me mira con una dulzura que me sobrecoge, me sobrecoge porque no sé qué ve en mi para inspirarle tanto cariño. Y tampoco sé qué va a hacer con ese cariño. Después de mis vueltas y mis desencuentros, de querer vacunarme de todo, su inocencia me pilla desarmado, absolutamente desprevenido.
En el otro extremo está Patti, una tarada a la que evito, pues me mira como un perro hambriento miraría un filete recién cocinado, de hecho, cuando me he topado con ella, apenas me ha dejado intervalo entre procesar esa mirada y tener que apartarla de mis pantalones. Por ese tipo de sucesos me pasma la dulzura de Lila, y me alegro de tener amigas como Aurora que te alivian la existencia.

En la máquina de escribir, las palabras se clavan en el papel como dardos, como promesas en la expectativa.
El pensamiento nos desnaturaliza. Es la única idea en potencia que he gestado en este viaje de ida o de vuelta, depende de la orilla desde la que mire. Retorcer las posibilidades de acción y todas las consecuencias de cada una, no hace más que complicar lo que ni siquiera aún existe o lo que ha dejado de existir. Porque no me refiero al pensamiento básico de los automatismos de todos los días, me refiero a las grandes quimeras y palacios de cristal que levantamos para decidir qué es lo correcto. Y al palacio lo llamamos moral o experiencia o fobia al fracaso.
El pensamiento es el constructor de todos esos muros, y sólo el pensamiento mismo puede derribarlos, porque la decisión de un momento se acaba convirtiendo en hábito si se da por correcta, o por única cuando se piensa que no hay más opción. El porqué no es el re-pensar como si nunca antes se hubiera hecho, sin muros que cierren posibilidades, y sin olvidar que eso de "si no tienes nada, no tienes nada que perder" es especialmente cierta cuando nos aferramos a cosas que ni siquiera tenemos, que sólo nos pertenecen en la imagen futura construida por el deseo, y que nos tiene agarrados a ella como un oasis a un sediento.