sábado, 9 de noviembre de 2013

Las herencias

Se quedó inmóvil delante de la puerta abierta, como viéndose a sí misma en un reflejo ingrávido. Estaba jugando, no había duda. Lo había hecho sin percatarse, pero en una rápida reflexión vio claro que estaba ahí: el coqueteo, lo llamaban, los leves escondites, las sutiles tardanzas, el desinterés sádico.
También el día anterior había observado con pasmo que lo único que le quedaba de su último romance era una herencia narrativa, lo que lo distinguía de los anteriores, que le habían dejado una herencia musical y visual.
Sin embargo, él había sido más que un testamento. La había hecho romper sus propias barreras, cambiar el paradigma que iba buscando a base de ensayos experimentales; cuerpos desconocidos y otros queridos, con sus posteriores soledades de reflexión minuciosa, con la piel ya fría y saciada, pero con la mente ordenando algoritmos de productos emocionales que resolvieran el bloqueo.
Y él había sido el resultado de todo aquel cálculo ciego. No él voluntariamente, simplemente llegó en el momento indicado. Fue la acción de ella, proyectada en él lo que demostró la eficacia de todo un año de ensayos clínicos.
En cierta forma, él sabía de aquello, y seguramente la seguridad del científico fue lo que lo desbordó, y lo hizo retirarse. Sin desarmar el paradigma, parecía una pieza que no derrumbaba la estructura, y eso fue lo que la dejó pasmada.
Él no era una pieza fundamental, no era el núcleo de la teoría, era sustituible, y eso le dolía a Ciara. ¿Tan fría se había vuelto? Pensar que ningún dolor podría ya hundirla le resultó  escalofriante. ¿Realmente, se fuese quien se fuese, no lloraría más que lo justo, no se detendría más que el tiempo de duelo que se permitía para no sentirse débil?
Pero también la tranquilizaba pensar que estaba a salvo, que nadie podría romperla de nuevo de aquella manera, de la que no recordaba todas las sensaciones, pero si tenía escritos todos los pensamientos. Era su propia herencia, la de un yo agotado que constaba para advertir sus fallos.
"Y esta es una versión mejorada de mi, la que es estoica e imparable".
Era instinto de supervivencia, se decía, son estos tiempos de cobardes.
 "Pero yo no me voy a frenar, porque sé lo que no quiero, y las pruebas tienen su razón de ser para eliminar posibilidades o acertar con la exacta.
Haré lo que desee si puedo hacerlo."
Pero no podía olvidar que había jugado. Era un elemento nuevo y extraño, y no tenía que preguntarse qué hacer con él, pues lo había usado instintivamente. ¿Un mecanismo de defensa más? Luis lo entendería. Era capaz de ver las cosas que ella no alcanzaba a ver. Era su visión externa. La extraspección. Luis era el único persistente. Pero el único para tantas cosas... precisamente por eso. Era su tótem. La figura a la que asirse cuando el mundo parecía irreal. Con él podía cerrar los ojos y reubicarse, y aflojarse el chaleco antibalas de paso.
Sin embargo, siempre tenía la sensación de que Luis se callaba algo, y no le molestaba, le gustaba imaginar esas palabras que dejaba ocultas. Incluso podía comprender, por eso no le preguntaba nunca por ellas. No profanemos a los santos, ¿no, Luis?
Digamos que enredarnos en el colchón es un ritual de culto a nuestras mutuos silencios, no es lo que hacen los demás. Nosotros no tenemos una lucha de poder, ni promesas, ni soledades encubiertas en una seducción caduca.
¿Qué diría Luis del coqueteo? Bromearía. "Te estás convirtiendo en una mujer".
Su imaginación no alcanzaba a adivinar más frases. Esperaría, implosionaría, y la presión se aligeraría lentamente. Eso consistía en contar los hechos y las sensaciones de forma humorística. Quería que para sí misma todo sonara a chiste, todo su pasado reciente, sabiendo que Luis leería todo lo que quería decir tras el polvo de Houdini.