sábado, 5 de marzo de 2011

Dolce vita

 
Puede que la cultura italiana haya aprendido de la Grecia clásica mucho más de lo que el tópico suele mostrar.
Empezando a conocer la época dorada del cine italiano, con la Dolce vita de Fellini, parece chocar la aparente frivolidad con el género neorrealista.
Pero, captando el trasfondo, se esconde entre el deslumbrante lujo la inevitable realidad. ¿No es la misma tragicomedia de los teatros griegos, haciendo olvidar al público el sufrimiento a través de sus historias? Aquí, en el teatro, nace la capacidad genuinamente humana de identificarse. Una de las justificaciones de la vida para Schopenhauer: reconocerse en otras personas y aliviar el dolor que en solitario se haría insoportable.
Es un mecanismo muy simple, y se puede superar con un conocimiento relativamente sensible del mundo, pero como humanos no podemos evitar sentirnos mejor reconociendo nuestro dolor en otros. De alguna manera, trasladamos parte de eso peso a quien creemos que lo lleva y la realidad nos parece un poco más justa. Nos sentimos parte de algo, y no desplazados o castigados por las circunstancias que nos hacen sufrir.
El peligro de esto es justificarse, como si el dolor dignificara a toda persona sól por sentirlo.
Resignarse no es más que buscar un motivo para cerrar los ojos y dormirse a la vida.
Mucho más digno es coger ese dolor y transformarlo en un escalón más que subir para construirnos como personas. Aceptémoslo, esa construcción se puede caer en cualquier momento, pero siendo el mundo una percepción, podemos quedarnos tirados en el suelo o aceptar el juego cósmico.
Precisamente, esta actitud es la que subyace a esa idílica Dolce vita. Marcelo es un completo hedonista que procura no ligarse emocionalmente a nadie, más que a sí mismo (para evitar traiciones y desengaños). Pero, como hemos dicho, es inevitable el impulso de reconocerse en otro por no estar completamente aislado en este mundo inmenso. Y ahí es donde, también inevitablemente, sufrimos ante el dolor del otro.
¿No es una mentira creernos inmunes al resto de la Humanidad? Una persona que se desate completamente, ¿no estará toda su vida huyendo, como un fugitivo de la existencia?
Marcelo reduce sus relaciones a un plano físico con las mujeres y a uno intelectual con los hombres. Sin embargo, ve a su padre, y se encuentra con él mismo. Con un yo futuro que está ya desgastado de una vida que no para de moverse en círculos en torno a lo mismo, completamente ciega a aquello que sólo se puede sentir. Y esa ceguera recuerda a la borrachera dionisíaca que, después de un profundo dolor, se agarra a lo superficial y leve. A ese tipo de cosas que, por ser visibles a los ojos se pueden controlar y no doler, no doler como esa profunda oscuridad.
Pocos filósofos italianos se conocen, y sin embargo, parece una cultura que más que filosofar, tiene una filosofía de vida. Son dionisíacos precisamente porque su llamado "neorrealismo" es una frivolidad tremendamente trágica, es la cicatriz a una gran herida cerrada con la embriaguez de los placeres justificados por el dolor, por un jugar al escondite con el drama.
Haciendo uso de la genealogía de la moral, me atrevo a diagnosticar que al igual que los griegos, aceptaron el juego.

La piel de la memoria

La sensación, ese recuerdo inconsciente, devuelve al presente un folio perdido, desde las profundidades del tiempo muerto hasta el aire en el que buceamos ahora.
Todo cuanto recuerdo parece un lapsus, un enorme trance lúcido.
Una música suena, de pronto, extrañamente familiar: ¿es está, la que hace sólo un mes escuchaba todas las noches? También evocaba un recuerdo, una persona que se distancia para que no me duerma, para mantenerme alerta del mundo. Al volver a bucear en esos ojos... sí, confirmaron que no sólo fue una alucinación.
Barcelona: hostilidad. Y me pregunto por qué todo está en color sepia. Allí vivió una niña, que reconocía como "Yo"... hay algún hilo temporal que me sigue uniendo a ella, algunas personas en común, algunos rasgos parecen decir que soy la heredera de aquel principio de vida.
Es una especie de vida pasada que fue consumiéndome con la misma lentitud con la que se regeneraba. ¿Cuántas muertes milimétricas me separan ya de esa niña? ¿Cuántas veces tendremos que re-conocernos en toda una vida?
Vi una silueta caminando a lo lejos que disparó un flash de unos dedos enredándose en el pelo; y miro extrañada, intentando darle coherencia a esa asociación: sí, recuerdo haber deseado traspasar esa piel y haber fracasado en el intento. Ya no lo desearía. Y en medio de esos deseos contrarios, tiempo. Sólo la onda expansiva y debilitadora del tiempo.
Ya no sé si he vivido o he soñado, que más da. Estoy aquí tecleando, y mientras crea soñar, seguiré con vida.
Fly me to the moon
La vida es arte cuando sólo existe el presente. 
Este infinito presente del que nos escapamos continuamente; recordando, planeando, o imaginando escenas a kilómetros de esta habitación donde se revuelven los pensamientos.
El arte es el refugio en el que guardamos nuestra historia y donde nos declaramos testigos de la vida que se nos escapó, que ahora tira bengalas de días que se vuelven niebla y se revuelven hasta que necesitamos sacarlos, dóciles e inmateriales.
Y es cuando podemos verlos desde fuera, ver cómo la precisión matemática vestida de casualidad, fusiona y separa vidas de una manera que fascina y destroza. Esa sensación es la que empieza a remover la niebla hasta filtrarse por la piel.
Y sale una imagen de colores más intensos, con una variada banda sonora, la vemos en una pantalla compartida por infinidad de personajes ajenos a nosotros (los fascinados observadores del mundo) dentro de una trama entre onírica y cruda.
Qué vida tan bien interpretada la que no necesita escaparse de su presente...
Tenía razón Sartre diciendo que a una persona, contando sólo con su cuerpo, su pasado se le escurre entre los dedos.
Y Nietzsche, afirmando la vida tal y como ocurre.
Maslow, hablando de felicidad como esos instantes en los que el tiempo desaparece.
Y Proust en ese Tiempo recobrado, donde la vida puede ser doblemente vivida haciéndola literatura: lo que fue y lo quise que fuera.
Puede que el tiempo sólo sea la cinta donde se graba nuestra tragicomedia.
La memoria la llevamos incrustada en la mirada y los gestos, en los razonamientos y los impulsos.
Rebobinando un poco, veo un accidente, un choque frontal con otros pequeños planetas, y meses de caída con vueltas de campana hasta llegar al mar e inundarme en una dulce calma, sólo flotar y respirar, jugar a cazar el horizonte.
De pintar cruces en el suelo, o ver cómo te sienta la luz del amanecer en la cara cuando aún duermes, o jazz, guitarras y café.
De inaugurar museos por las paredes, o recrear escenas míticas del cine... Todo, todo al alcance de la mano como cuando en los sueños se nos despega el miedo de la piel y cualquier cosa tiene sentido.