- En parte lo soy. Se supone que soy músico, pero me gusta torturarme de varias formas.
La camarera sonrió, me puso delante un vaso con un líquido oscuro y de olor fuerte.
- Invita la casa – dijo.
Llegué a mi nuevo piso: 35 metros cuadrados, abuhardillado, dos ventanas que daban a la lluvia, como dos lunas de coche que me hacían creerme dentro de un tren de lavado, más reconfortado aún de lo que uno suele sentirse con la lluvia cayendo al margen de los cristales, con sólo unas gotas estampándose con ellos. No, en mi piso todas las gotas se aplastaban sobre los cristales inclinados, y la sensación de estar dentro de mi burbuja, de tener por fin mi microcosmos sólido y amueblado, era maravillosa. Puse la radio. Un concierto de Muse en directo desde Alemania, y luego unos comentarios sobre la tormentosa vida de Dovtoieski. Evidentemente, no es Chejov. Fiodor no podía analizar las frustraciones fruto del aburrimiento de las grandes familias de la madre Rusia; Fiodor no podía omitir la mugre de las almas dolidas, de la suya propia arrasada por la muerte, la evasión del sufrimiento, la injusticia, las cárceles y las deudas. Pero volver a entrar en la discusión sobre si el sufrimiento hace más profundo y valioso a quien lo sufre no es pertinente; mucha gente ha sufrido profundamente, con motivos individuales, la cuestión es la capacidad de análisis y expresión del mismo, como el que hurga en su propia herida para explorarla como un científico improvisado.
Y luego, tuve un momento de recuerdo para los besos de despedida.
Lo cierto es que mi ciudad me fascinaba y me quemaba a partes iguales, pero en lo últimos meses se había vuelto algo insano. La ciudad seguiría para mi, la idea es que los protagonistas de sus escenas cambiaran, especialmente yo. No me preocupó demasiado dejar a la gente atrás, pues ya sabía quién se perdería por el camino y quién seguiría presente. Podía tomar mi marcha como una poda social. Aurora estaría conmigo aunque me cambiara de planeta, y Dani, y los chicos de La caverna también. Los demás eran mis actores secundarios, todos los tenemos y todos lo somos para algunas personas; y me alegraría verlos de nuevo aunque no los echara en falta en absoluto.
No soy alguien que suela buscar a la gente. Simplemente, los dejo pasar si quieren.
Pienso volver, y me pregunto con qué historias, con qué renovada actitud, si con más risa o más escepticismo. No busco un Trópico de cáncer a la española aquí: la destrucción y la decadencia no son lo mío. Puede que me guste la vida demasiado como para pelearme con ella de vez en cuando y hacer así la reconciliación más intensa. Aunque esta vez no es problema de la vida, era una cuestión entre Lila y yo. Ella sí era un total trópico de cáncer, y un cáncer por sí misma también. Le encantaba representarse como un icono del vacío existencial de nuestro siglo: “la sociedad me hizo fría e insensible, y hay que sobrevivir en ella”, etc. Resultaba hipnótica al principio, con su retórica entre estoica y rebelde, entre herida y dura, y el misterio de su sonrisa sarcástica hacía que cada noche alguno rodara por su cama, y luego se despedía seria e inmutable, dejando claro que su muro era irrompible.
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