Recuerdo. Olvido.
Al ritmo de la locomotora que nos arrastra por el suelo y por el tiempo
Que no sabe despegarse de sus raíles y lanza sus cenizas al viento.
Nunca, o muy difícilmente, al estar viviendo se es consciente de que este momento puede desaparecer. Ahora, que existe, provoca calambrazos pensar por qué desagüe cósmico se perderá.
Yo, el olvido de quien aún no soy, dejo el testamento del aburrimiento tedioso que ahora mismo tengo, y que claramente por evadirme de este presente improductivo, me pongo a pensar en cuando me relea y me ría de este forma de rellenar el tiempo perdido con palabras.
Y como me ha recordado a Proust, y puedo escribir mi vida cambiando los deseos frustrados por una narración fantástica, ahora estoy en una tarde nublada de Londres paseando por Picadilly Circus escuchando "Cigarrettes and alcohol" de Oasis (Is it not my imagination, or I finally found something worth living for?).
Pero, hay otra manera de difuminar nostalgias: imaginando. Si el presente es frágil como un cristal, que se rompe en cuanto lo atraviesa el tiempo, los pedazos se pueden reconstruir como un mosaico bizantino o fundiéndolos en una masa uniforme, para sacar de ella una nueva figura.
No me apetece recordar que la memoria sangra.
A los 25 años, el lóbulo frontal terminará de conectarse y la capacidad de fijar recuerdos llega a su punto máximo, y es desde los 15 hasta esa edad la época de la que más recordemos el resto de la vida.
Por eso, prefiero ir quitándome la piel muerta para que no llegue a forjarme otro caparazón de miedos y fracasos, por eso me voy desprendiendo de las partes de mi que acabaron echando raíces en aquella Tierra de las Utopías de la que tanto me alejó ya el tren de los días.
Me quedo, por ahora, con la dulce ignorancia con la que se empieza a recordar: el reconocerse a uno mismo en el espejo y el empezar a hablar. Si no hay un Yo que se reconozca como protagonista, no hay recuerdo; si no sabemos que somos, no sabemos que vivimos más allá de la mímesis que tenemos con el mundo cuando no nos vemos como independientes de él. Y qué neuróticos nos vuelve dar con nuestra identidad de pronto frente a un espejo, como para romper la armonía con el cosmos y empezar a pelearnos con él.
Por que, aquí viene el colofón del trauma, aprendemos a hablar y empezamos a hacerle preguntas a ese mundo que no nos comprende o no nos sabe responder.
Entonces, empezamos a ser los narradores de esta historia personal que recuerdan sus tragedias y sus logros, y encuentran en contar su historia la única forma de salvar los pedazos de tiempo que se escapan ante sus ojos.
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