Al final del día, la euforia, la pena, el deseo, la nostalgia, el levantarse tarde, el improvisar un viaje y hacer la maleta en 10 minutos; pesa en los huesos con una gravedad agradable, propia del haber masticado cada segundo, y después (ahora, mientras paladeo el gin tonic) evocarlos, y modificarlos a voluntad, re-vivirlos, cálidamente fantasmales.
No sólo es el día de hoy, es haber soñado a Freddie Mercury con los ojos azules, es mi primer contrato en la mano, son los viajes hipotéticos, el "ya nos veremos", hecho realidad, encajado en la historia.
Antes, los viajes eran obvios, me había ganado mi nueva ciudad, la había conquistado saludando a las panaderas y los quiosqueros, y volver a casa era la tregua necesaria tras la vorágine de la armonía. Volver a casa me recordaba que no todo era calma y ritmo. ¿a dónde volver si no? ¿Por qué no volver? Porque el tiempo venció mi obra. Yo la cree y él la caducó. Pero pienso reconstruirla, la recordaré y la reinventaré, restauraré y mejoraré mis épicos días de lluvia. Acompáñenme si lo desean, las puertas del tren están abiertas, y mis rincones compostelanos también.
Estoy en un restaurante japonés, y suena Sinatra. Let's fly, let's fly....
Tercer y último viaje (sorpréndeme si me equivoco) contigo en mente. Te llevo encima sin quererlo, como las pestañas o los huesos. Gijón, Pontevedra, Madrid. Y entre los tres puntos del mapa, tres ciclos vitales: nacimiento, madurez, muerte. Nuestro ciclo de tres meses, nuestro pequeño multiverso.
En cuanto llegamos a una cúspide, a la que sea, a un lugar desde el que tener una amplia visión retrospectiva; todo fue un choque cuerpo a cuerpo. Puede que nuestra química fuese el anonimato, la posibilidad de no-existencia del otro; al descubrirnos humanos, reales, plausibles, rompimos (cómo no hacerlo) el palacio de cristal de nuestro perfecto relato, nuestra película de Hitchcock, que debía empezar con un McGuffin y debía tener un cadáver a los postres.
Es difícil sobrevivir a la imaginación de otra persona, es decir, a competir con mi imagen creada por ti, con mi retrato refigurado y adaptado, perfecto-para-ti, e imposiblemente humano.
Las historias por escrito, sin diálogos reales, sin interacción en directo, sin decorados ni tacto, son puro vapor, ligeras, fácilmente certeras, precisamente porque la imaginación rellena los huecos argumentales.
Así, lejos, sin mirarnos a los ojos, es fácil desearse. Y lo aterrador que fue enredarnos en las sábanas y en las calles y luego tener que volver a encontrarnos tras la pantalla. Dejó de tener sentido.
Podríamos haber encontrado otro, esa es la clave: inventar nuevos motivos por los que estar con alguien.
No era imposible. La imposibilidad viene dada por la actitud y, en consecuencia, por las decisiones. Decidiste hacerlo imposible. Decidiste rendirte. No puedes lamentarte por lo que has creado, a no ser que renuncies a tu ser, a no ser que lo odies tanto como decide por ti.
Bien es cierto que los flashes duelen en los ojos. Los fotogramas inmortalizados en nuestra frágil memoria. Duelen porque han dejado huella. Duelen, porque aquello sí que fue vida.
Eso hubiera sido conductismo operante, mi capitán: aquello que tiene consecuencias positivas quiere ser repetido. A no ser que el razonamiento te entumeciera los sentidos, el último beso, la irracionalidad de recorrer 1000 km para dormir a tu lado. Cuando mi cuerpo desaparece, la rutina te parece la única opción.
Diría Piaget que no has pasado la fase de las reacciones circulares terciarias.
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