César no existe. No le encontrareis en ningún lugar de la Tierra. En ninguna lápida, en ningún censo municipal ni en ningún libro de Historia.
César sólo existe en mi mente, existe levemente. Cuando nació era poderoso e imparable, tanto como carismático e inteligente. Conquistó mi alma y mi cuerpo, lo invadió todo. Por eso lo llamé César, debía tener nombre de emperador.
Lo cierto es que César existe parcialmente en un hombre: mi Calíope, mi fuente de inspiración, del que extraje la vida y las palabras de César; con el que iniciaba conversaciones que acababa con César. Y como mi Calíope era escurridizo y ambiguo, yo interrogaba a César después y él me respondía según mi estado de ánimo u optimismo.
Cada vez ambos se desligaban más, el personaje y la persona, a César lo envolvía de besos allí en mi mente y él se atrevía a ser claro y sincero cuando hipotéticamente me quería, y paseábamos por mundos imaginarios aunque viables.... hasta que ambos tropezábamos con mi Calíope, y la distancia se hacía abismal, y reescribía las palabras de César, y lo recargaba de su poder abrasador si le había dado tiempo de flaquear. Llegaba en el momento exacto para garantizar su representación mental (no sé si voluntariamente, pero parecía saberse mi muso).
Y César enmudecía por el recuerdo aplastante de su original, hasta que yo necesitaba de nuevo volver a fantasear y me reencontraba con César en mi habitación (en un puente dos calles más abajo, en mi mente).
Pero los caminos de César y Calíope se bifurcaron cuando no quedó lugar a la imaginación, cuando necesité algo de verdad y Calíope respondió lo suficiente como para que César perdiera su razón de ser, perdiera solidez su cuerpo y voz su boca.
El abismo con Calíope quedó insalvable por fin, incluso para la fantasía y el deseo, que quedaron de esta orilla, con mi alma y mi cuerpo. Y los pedazos de César, ingrávidos, los recogí en estas páginas. Convertidos en palabras, algo sólidos. Al menos con la posibilidad de ser representación en la mente de otros, o ceniza.
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