El suceso es insignificante pero significativo: una paloma se posa sobre el techo del autobús parado en un semáforo. Se pone en verde, el autobús acelera y la paloma se tambalea antes de salir volando.
Sentí simpatía por el pájaro sin saber por qué, luego, como deporte mental olímpico, le busqué una analogía humana. Nos creemos en un sitio seguro, inmersos en la rutina, hasta que el suelo tiembla, el mundo acelera a un ritmo que no podemos seguir y tropezamos, mirando alrededor con cara de esdrújulos (como la canción).
Entonces nos daremos cuenta de la ingenuidad con que confiábamos en lo estático. Podemos revolcarnos en el fracaso y lamentarnos de nuestra humana imperfección, o reírnos al reconocer el sentido de los fallos como signo de que queda mucho por delante, de que la voluntad es incombustible.
Pisando suelos distintos, mirando con confusión otro escenario, pero volviendo a ser recién nacidos que tienen todo un mundo por descifrar.
Y, curiosamente, después de estos pensamientos, me doy cuenta de que tengo sueño, que después del cansancio que povoca todo hastío, llega la calma de la salida del túnel, el túnel cavado por el peso de la monotonía.
De cuando el desgaste de la ciudad se acaba filtrando por la piel, de cuando el cielo se hace también un techo vital, cárcel o autopista a un paraíso vaporoso.
En esta ciudad hay rincones sagrados como altares a tiempos agotados contra sus paredes, altares a lo vivido que nuestro futuro ego reinventará volviendo a aquella mesa del café, a aquel santuario del papel gastado, a encontrase con otros ojos en la misma puerta, posiblemente a sentarse en el mismo banco de una antigua tarde idílica. Pero sin embargo, el tono del sol y la densidad del aire serán distintas, la miopía será más rebelde que nunca; pero no importa si dentro de una misma ciudad se pueden reconstruir los escenarios una y otra vez, y no hay fantasmas ni espejismos ni sombras.
A la larga cuentan los fogonazos que se recuerdan de los días deslumbrantes, los de espirales y relojes fugitivos, los de no existe mañana y joder qué raro acordarse de la apatía invandiéndome las neuronas.
Reconstruir la memoria es reconstruirnos a nosotros, convertirnos (contra Silvio) en servidores de futuro en copa vieja. Como un escenario, las ciudades, los campos y los callejones van cambiando de sentido conforme se permutan los actores, se reescribe el guión o se renuevan los gestos. Por ello podemos enamorarnos muchas veces de los mismos sitios, por ello caminar por la ciudad de siempre, nunca es lo mismo.
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