domingo, 3 de marzo de 2013


Santiago es mi París.
Contiene en sus calles la quietud de lo ajeno, la cálida acogida del anonimato, incita a hacer cómplices a las piedras de los pensamientos que voy vertiendo por ellas, como cintas que se van desplegando para marcar un camino, certeramente invisible, para perderme siempre de nuevo por este buscado laberinto.
La única guía son los letreros, tal vez algunas estatuas. Las calles sin salida son parte del juego de caminar sin rumbo, acumular pasos como un placer en sí mismo y no un fin, como acostumbra a ser.
La idea es haber salido de casa para perderse, y es en ese estado de desorientación cuando todas las cosas que ocupan la mente mientras nos envolvemos en el orden, desaparecen. Simplemente, dejan de tener importancia, y su lugar lo ocupa el pensar por pensar, un puro juego de palabras: los nombres de las calles, la sorpresa a la vuelta de la esquina, los borrachos y los músicos, las conchas de piedra, una cara familiar aunque sin nombre, alguien que también está dando vueltas para quedarse a solas, alguien con quien caminar extraoficialmente, parándose a mirar los mismos edificios y doblando las mismas esquinas durante un rato. Hasta que la abstracción de la música en los oídos, retumbando en los campanarios, me bifurca de ese camino, y hay una esfera mate, azul y violeta envolviéndome del ruido: Pink floyd y un olor a perfume, Rival Sons y esas escaleras donde jugar al escondite, These foolish things y el saxofón que estampa sus notas contra las columnas románicas.

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